Análisis de la figura paterna desde el psicoanálisis

Análisis de la figura paterna desde el psicoanálisis

Ante una obra de arte no queda sino dejarse interpelar, que nos diga todo lo que nos pueda decir, más allá de las razones de su autora. Sin embargo, se nos ha invitado a un “visitar” con un “guía” en diálogo. Conversar, a partir de un foco del pensar en lo propuesto en la pintura de Alejandra. En este caso, un foco psicoanalítico. Visitar es ir a ver, y ver en tanto percibir, que es más que el ejercicio de un órgano de los sentidos, en este caso de la vista. Percibir es ese dejarse interpelar, desde lo que somos, por aquello que nos abre una claridad en donde estamos y hacia dónde vamos. Estas láminas plegables pintadas y barnizadas nos abren un espacio de claridad. De ese espacio de claridad, del que podríamos conversar en toda su amplitud, intentaremos ahora guiar un diálogo por un posible sendero de esta claridad. No es tarea fácil.

En el intento de pensar la obra de arte, se entrecruzan la cuestión estética y la cuestión de la verdad del Ser; es decir, el arte no como imitación de la realidad, la mimesis, sino como un poner delante la verdad de lo existente, en el Ser. Pero la obra de arte, puesta delante nuestro tendría que ser accesible en tanto lo que ella es. Pero ¿A qué viene el que llamemos obra de arte?, ¿Qué implica una obra de arte? Puede acontecer una manifestación que no sólo sea verdadera, sino manifestación de la verdad implicada en toda la existencia, el ser. Manifestación que no se presenta conceptual y categorialmente, no obstante dice y abre una claridad. Un algo que, en tanto obra de arte, instala y abre un “mundo”, mundo en que estamos sometidos como individuos, la historia que nos contiene, las opcionalidades y su devenir. Implica un elaborar de ese algo, un traer la “tierra”, antes cerrada en sí misma (Heidegger). La apertura de un mundo y la tierra, combate esencial-íntimo en el que reposa la obra de arte, la verdad como des-ocultamiento y no como representación (Heidegger).

Así surgen una serie de cuestiones: ¿Quién pone ahí, delante nuestro la obra?, ¿qué criterio sirve para seleccionar, que una obra sea tal para ser puesta delante nuestro?, ¿qué intereses están en juego detrás de un tal discernir entre cosas, cuáles son obras de arte y no otra cosa? Este preguntar no admite respuestas definitorias, clasificatorias, sino abrirnos a aquello que se nos manifiesta. Asombrarnos, más allá de las categorías.

Delante de nosotros está un hombre, el padre de Alejandra. Presente en la memoria, traspasando el umbral de la muerte. Pero él no está en la pintura, sino a propósito de la pintura. Están, también delante de nosotros las fotografías rescatadas y seleccionadas, instantes fijados en el clic de una tecnología de la luz. Las fotografías ya no son el padre de Alejandra, pero guardan la luz que se reflejó en este hombre y que impregnó una lámina sensible como documento de ese instante ya pasado. Pero las fotografías no están en la pintura, sino a propósito de la pintura, a partir de su traspaso e intervención pictórica. Delante de nosotros está Alejandra, que dispone sus pinturas, su obra cuidadosamente seleccionada. Pero ella ya no está en la pintura, pues esta pintura ya tiene vida propia ante quien las mira. Y delante nuestro están estas seis láminas pintadas, con las marcas de sus pliegues, que se nos muestran ya no como memoria de un hombre, no como fotografías de la luz de un instante ya pasado, no como pertenencia de Alejandra, sino como un algo que emerge en nuestra presencia para decir hoy algo de la verdad de ser y su destino, y dice que es “algo pendiente”.

En ese espacio que se abre con el arte, como un claro de la verdad y su destino, en estas pinturas, resuena la frágil y vulnerable condición humana de lo que queda pendiente, reclamando. Lo pendiente de la condición humana, condición paradojalmente a veces pretenciosa, nos devela una imposibilidad real del sujeto en su búsqueda por acceder y disponer de goce pleno (Lacan). Algo ha sido llevado, arrastrado lejos de nosotros, de lo que ya no disponemos y nos desagarra como nostalgia que pende en el transcurrir del tiempo.

El padre ha muerto, pero antes le hemos muerto. Muerte real y muerte simbólica. El padre simbólico que hemos muerto se llevó a la tumba con él lo pendiente. Lo ya estructurado simbólicamente con el padre, muestra que ese goce ansiado es imposible de tener, que sólo permite goces parciales. De ahí el emerger de síntomas, como lenguaje de la nostalgia, que en ocasiones duele y en otras nos libera. El síntoma permite al sujeto el encuentro con el goce, una forma de goce, de satisfacción pulsional aunque sea parcial. Y aquí estamos, viendo en la pintura emerger lo pendiente, el reclamo por un goce pleno en sus colores y líneas… podemos solo gozar viendo, pero será parcial. Podemos asombrarnos en aquello que se nos muestra de la condición humana de ser en el tiempo. Podemos quedarnos en el síntoma, podemos ir más lejos. Alejandra ya nos condujo donde ella abrió un claro de verdad, verdad que escapa a la mera información de su propia relación con su padre. Ahora estamos ante el asombro de lo pendiente que la paternidad, una vez muerta, deja no sólo en cada uno de nosotros, sino en el humano que busca mientras le dura el mezquino tiempo de que dispone, ante de su propia muerte.

El desarrollo de la mente, desde temprano, con sus fantasías y capacidad de atribuir cualidades a lo que se observa, se encuentra con el padre como aquello otro que ocupa nuestro principal objeto de amor, que es la madre. A esto se le ha llamado, desde Freud, el Edipo. Llegado el momento, se le atribuirá no sólo el arrebatarnos la madre, sino toda experiencia con lo prohibido, imponiendo lo estricto y la represión de todo deseo.

El padre protege ante las amenazas, tanto del entorno como de las acciones peligrosas que hacemos al explorar la realidad. Y proteger, entonces, se vuelve prohibir. La figura de la protección se entrecruza con la de la represión. Más tarde en nuestro crecimiento, cuando se busca ir más allá de la madre, como exploración de mundos para conocer, el padre es reencontrado, con los intentos de identificación y construcción de identidad: ser en el mundo un alguien. Con la madurez se abrirá, progresivamente, la capacidad de tolerar, admitir y valorar lo diverso y la unión de los aspectos maternos y paternos. Pero esto no se trata de un logro, como si fuese una habilidad para ejecutar con destreza, sino una tensión y un conflicto. Siempre algo pendiente. Hay algo pendiente en el padre que llevamos dentro. Algo pendiente de lo prohibido y de saber quiénes somos.

Prohibición y protección en el desarrollo del psiquismo, no sólo para tolerar el mundo y lo real, sino para desplegar sanamente el amor hacia otros, se topa con procesos histórico culturales de las últimas décadas, con vivencias cada vez más complejas del padre en cada uno: ausencias, abandonos, degradaciones, humillaciones, quiebre de su significado como protector, en su masculinidad, en su rol social como proveedor… Si la función simbólica del padre, en términos de Jacques Lacan, es lo de salvar la psique del bebé de la psicosis estructural en la que se encuentra al estar simbiotizado (Margaret Mahler) con la madre, para abrirlo al mundo y a la realidad social, al sentido y juicio de lo real, lo pendiente de esta función lleva a la pregunta por lo simbiótico aun no terminado.

Este preguntar, delante del lenguaje pictórico que nos ofrece Alejandra, se puede formular en: ¿qué es ese “algo pendiente”?, ¿qué es lo que busca un mundo y una sociedad que devuelva un eco de lo dado por el padre?, ¿será que, en el mundo y la sociedad encontraremos las huellas perdidas de un padre ausente, del que no tuvimos certeza marcara esa transición entre la simbiosis con la madre y la apertura a la historia?. Los pliegues del papel pintado, ¿esconden acaso, migajas de lo que parece no haber dejado rastros, sino nostalgia?

El padre, asociado a la ley y al castigo, se oponen, para los hijos, al padre y al significado que se espera en la fantasía tener en sus afectos. Kafka le reprocha a su padre “yo no significaba absolutamente nada…” el no significar nada para el padre es la atribución de una mente que buscar construirse, más allá de él, pero con los insumos dados por esa relación amorosa esperada con el padre, para levantarse desde los brazos maternos hacia un mundo vasto y ajeno. El mundo vasto y ajeno no se lo sabe en su amenazante constitución, si la prohibición protectora desapareció en la ausencia de las incertidumbres contemporáneas. Somos, entonces, sujetos escindidos no entre lo íntimo y lo público, sino entre la simbiosis y la nostalgia de ser. Algo pendiente nos deja delante de cada nuevo rostro con quienes nos encontramos y moviliza, nuevamente, aquello que con el padre se estructuró. Ser en el mundo es ser en relación, múltiples y singulares, inacabadas y expectantes. Relación con un otro que se nos diluye o nos inunda, pero siempre haciendo parcial el goce.

Pedro Rodríguez Carrasco
Agosto 2015